Un hombre que era extraño hasta de sí mismo se
enamoró de una mujer extraña. Y se lo dijo. Pero ella era una mujer extraña,
muy solitaria, indiferente, con pájaros en la cabeza.
-Si me quieres-le dijo-, yo no sé si pueda
quererte.
-Y, ¿cómo podré convencerte de que me quieras?
Preguntó el hombre
-Yo no conozco el mar-dijo la mujer-no conozco el
bosque ni la selva. Sueño con orquídeas desde que las oí mencionar. He vivido
en mi casa desde que nací. No he ido más allá de los límites de mi jardín.
En los ojos de la mujer había algo semejante a una
tristeza serena, a un aburrimiento domesticado, a una desesperanza ya vieja y
sin solución. Y, sin embargo, como quien trata de pescar ballenas en el
manantial del traspatio, se atrevió a pedir:
-Llévame a
ver el mar.
-De acuerdo-dijo el hombre-Empaca y nos vamos.
-Pero quiero ir a pié, desnuda y con una venda
sobre los ojos.
-No verás el camino.
-Tú me guiarás.
-Pero entonces no podrás ver el bosque y las
selvas, no conocerás las orquídeas. No gozarás al contemplar por primera vez el
mar.
-Quizás si pueda verlos y conocerlos a través de
tus ojos.
-Y entonces ¿me amarás?
--Antes de quitarme la venda me descubrirás el mar.
Luego, cuando yo lo vea con mis propios ojos, sabré si puedo amarte o no.
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